dimarts, 25 de maig del 2010

La derrota de Platón

El otro día salí de casa en busca de una cosa verdadera y no encontré ni una. Cosas reales sí había, claro. Pero esos instantes de lucidez superior a los que la cultura occidental llama “verdades” han dejado de existir. La voluntad de ensueño que preside a una ciudad contemporánea es tan grande que lo verdadero se ha evaporado de nuestras calles. Las tiendas son sistemas de espejismos. Entrar en un local es como abrir un libro de cuentos de hadas.

Y los coches que circulan seguro que contienen alguna verdad mecánica en el secreto de sus motores, pero los envuelve el diseño, la carrocería centelleante. También los automóviles terminan siendo fantasías. Un coche se torna una aureola de la personalidad: antifaz en movimiento.

No obstante, lo más soñado de todo, lo más irreal son las personas. Las vemos en las calles como si cada una fuese la protagonista de una película invisible. Todos corren en busca de su gran plano. Y, para alcanzar el éxito, nos falsificamos con piercings o con corbatas: depende de la película en la que uno pretenda participar.

De forma que, entre las personas disfrazadas de sí mismas, las tiendas con sus escaparates galácticos, los coches con sus detellos diseñados y las pancartas publicitarias, se ha formado una gran conspiración para que nada sea verdad. Por la noche, la luz de las farolas también participa en la conjura. La luminosidad de las calles es el maquillaje de los escenarios urbanos.

¿Qué diría Platón si nos viera metidos en esta caverna de falsas ilusiones? En el fondo, hemos ejecutado a Sócrates por segunda vez. Tantos esfuerzos que se han hecho en la cultura occidental, a lo largo de los siglos, para vivir la aventura de la verdad. Tantos filósofos, tantos científicos, tantos escritores y también esos escafandristas de las verdades más ocultas que son los místicos. Todo para nada. Todo para ese actual ensueño embobado.

Lo que esta pasando es como una explosión nuclear de las imágenes de los televisores. La televisión es la naranja inicial del Big Bang de la irrealidad contemporánea. Cuando desconectamos el aparato, ya no logramos desconectarlo. El programa que estábamos viendo sigue su curso en nuestras vidas. Las pantallas nos acosan por todas partes. Y después están los ordenadores e Internet como otros Rocinantes del quijostimo fantasmal de la actualidad.

Todos estamos un poco locos. Vernos a nosotros mismos y ser vistos es lo esencial. Da pena pensar en los millares de turistas que fotografían la Gioconda en el Louvre, sin darse unos minutos para mirarla. La biografía se nos transforma en un álbum, en un vídeo. Los hombres del pasado se convirtieron en polvo; nosotros nos convertiremos en el polvo luminoso de imágenes que también se olvidarán. El olvido del futuro será un olvido documentado.

A veces pienso en todos los novelistas que intentaron defendernos de nuestra locura, procurando que nos mantuviéramos en la verdad a pesar de nuestra imaginación. Cervantes el primero, por supuesto. En el s. XIX, al Quijote le pusieron faldas y nacieron personajes como Emma Bobary, Ana Ozores, Ana Karenina. El objetivo era siempre el mismo, enseñar a los lectores una manera de vivir la fantasía, sin perder el sentido de la verdad. Se trataba de salvaguardar nuestra lucidez.

Pero hace ya décadas que en Occidente no se practica la terapia de la verdad. Los filósofos venden conceptos como si vendieran desodorantes: expresiones impactantes, que suenen bien en las charlas informales de los políticos más elegantes. Y los novelistas son unos pobres desgraciados devorados por las fotos que les sacan. La verdad, esta tarea a la que tantos se dedicaron, ya no es ocupación de casi nadie.

Esta es nuestra crisis. La ruptura financiera es un primer reflejo serio de esta enorme crisis mental. Nos hemos metido tan de lleno en la irrealidad, que ya no sabemos ni contar. Los ministros de Hacienda, los gobernantes de los bancos, los gestores no han sido capaces de hechar la cuenta más sencilla: qué tengo en realidad.

Vamos todos, así, en una pompa de jabón. Y la pompa de jabón se estremece. Les confieso que cada vez me gustan más las palabras. Dicen que una imagen vale mil palabras. Pero una buena frase, de esas que llegan al fondo de las cosas, se burla de un millón de imágenes. Lo que nos ha perdido han sido las imágenes: nos han transformado en la espuma de nosotros mismos.

El día en que no encontré ninguna cosa verdadera regresé a casa. Fui a la cocina a tomar agua. En una tarde de calor, quizás aquel líquido fuera verdad. El gato de mis vecinos estaba encerrado en el balcón. Miraba hacia la calle, desconsolado. Después miró hacia mis ventanas. También buscaba algo que fuese verdad.

Gabriel Magalhães - 22/05/2010 La Vanguardia